Hablabas, hablabas, hablabas…
No sé si pretendías herirme o que abriera los ojos. Sólo sé que oía tu voz, y tus palabras caían en mi alma como pesadas losas.
Seguías hablando, hablando, hablando…
De pronto, algo pasó que lo cambió todo.
Tu voz se fue perdiendo en la lejanía, hasta que dejé de oírte. Sí, dejé de oírte, pero no de escucharte, pues entonces, empezaron a hablarme tus manos, tus ojos, los latidos de tu corazón. Todo tú hablabas menos tu voz.
Sabía que seguías diciendo algo porque veía como se movían tus labios acompasadamente, pero no porque oyera tu voz, pues esta se había convertido en un susurro lejano, casi inaudible, mientras todo tú gritabas.
Cogiste mi mano y yo sonreí. No te sonreía a ti precisamente, sino a algo que acababa de ocurrir y de lo que tú no te habías dado cuenta.
En aquel preciso instante te entendí, te entendí como nunca había entendido a nadie, pues una luz se había encendido ante mis atónitos ojos, haciéndome ver que lo que no había visto antes.
¡ERA LA LUZ DE TUS SILENCIOS!